UN LIBRO
BLASFEMATORIO EN BUENOS AIRES
Nada hacía presagiar el
suicidio del querido profesor, Dr. Randolph White Jones. Nacido en Inglaterra, llegó al país a la edad de tres años. Jamás
mencionó las circunstancias que motivaron la mudanza de su familia, pero algo
habrá tenido que ver la locura que consumió a su padre. Siguiendo su huella
erudita, Randolph junior también se destacó en
historia antigua, magia y ocultismo. Primero fui su alumno, luego su secretario
y más tarde, durante casi 20 años, su amigo. Esposo ejemplar, dejó a una viuda
inconsolable pero riquísima. A familiares y amigos les resultó natural que me
ocupara del sucesorio, bastante sencillo salvo por la tarea de catalogar los
libros y demás efectos que heredara de Randolph padre, un eminente antropólogo del Museo Británico, quien antes del exilio
rioplatense, había consagrado su vida a investigar una civilización, muy
anterior aún a los persas, que había sido descubierta en unas excavaciones en
Ormuz, el actual Irán.
Yo estaba más que
familiarizado con las infinitas bibliotecas que ocupaban todo un piso del petit-hotel
de la calle Juncal donde vivía el profesor, pero tengo que confesar que
desconocía la existencia del cuarto secreto, al que ingresé con la llave que me
dejó en un sobre. La entrada a la descomunal habitación estaba disimulada
detrás de un armario falso Un olor rancio y malsano me atacó al abrir. En la
carta del profesor, las instrucciones eran precisas y concluyentes: debía
incinerar a todos sus huéspedes, o sea, prender fuego a todos los libros.
Nadie ignora que soy un amante de los libros. No faltaría a la verdad
quien me tildara de fetichista de los libros. Y créanme que en el cuarto
secreto, me encontré con el Paraíso. Había libros raros, antiquísimos, que se
apilaban hasta los techos, la mayoría en idiomas para mí desconocidos. Otros,
en latín y griego, exhibían imágenes de seres alados con una inmunda cabeza de
pulpo. Supe, ¿cómo no saberlo?, que era Azathoth, el dios ciego y descerebrado,
señor del caos y sultán de los demonios, de cuyo poder me había prevenido el
maestro. Mientras seguía peregrinando por las torres de libros, anaqueles y
bibliotecas, descubrí bajo una campana de vidrio un ejemplar de la obra de la
que numerosas sectas se jactan pero que nunca había sido vista.
Era el
Necronomicón, del poeta loco Abdul Alhazred,
en una traducción de unos cuatrocientos años. Un sello
denunciaba que alguna vez había pertenecido a la Universidad de Buenos Aires.
No me extrañó, ya que el escritor americano Lovecraft, en la Historia del
Necronomicón, advirtió que una edición del
siglo XVII se encontraba en la Biblioteca de Harvard y otra en la biblioteca de
la Universidad de Miskatonic, en Arkham; mientras que una más se conservaba en
la biblioteca de la Universidad de Buenos Aires. Si hasta las malas lenguas
cuchicheaban que Jorge Luis Borges no se quedó ciego por una enfermedad
hereditaria sino por haber posado sus ojos en este mismo ejemplar cuando era
director de la Biblioteca Nacional.
El
caso es que yo tenía frente a mí ese libro mágico, versado en las leyes que
gobiernan el mundo de los muertos. Un libro definitivamente blasfemo y buscado
por satanistas, cazadores de mitos y coleccionistas varios, todos con distinto
fin, pero idéntico empeño.
Me asaltó una
alarma inaudita y empecé a sospechar que esta era la causa por la, que tanto el
padre del profesor como mi querido amigo, enloquecieron hasta poner fin a sus
vidas de forma tan feroz.
Sin embargo, no
pude evitar la tentación y con terror pero también con esperanza, me aventuré a
lo abominable, repasando páginas repletas de conjuros para despertar a los
antiguos amos del mundo y restaurar su reino de horror cósmico. Como era de
prever, las compuertas del abismo comenzaron a zumbar su inminente apertura.
En mi celda de la Comisaría 17, espero que un oficial de guardia venga a
tomarme declaración por el fuego.
El 23 de abril se celebra en todo el mundo el Día Internacional del
Libro, instituido con el fin de fomentar la lectura. Quien tiene un libro,
tiene un amigo. Se eligió este día en conmemoración de dos amigos nuestros que
tanto han hecho por la literatura: Miguel de Cervantes Saavedra, padre de Don
Quijote y Sancho Panza, quien fue enterrado un 23 de abril de 1616, misma fecha
y año en la que descendió a la última sombra William Shakespeare, padre de
Romeo y Julieta, Otello y Hamlet. Para recordar nuestro amor por los libros,
elegimos una leyenda urbana de más de cien años, que sitúa a un libro maldito
en la mismísima Buenos Aires.
© Pablo Martínez Burkett,
2012