CANTATE UNA QUE SEPAMOS TODOS
Yo soy de una
generación que creció al rescoldo de las peñas, los campamentos, los viajes de
mochilero. En medio de esa juvenil indolencia, siempre salía a relucir una
guitarra, que como el mate, circulaba de mano en mano. El repertorio era bien
variado, desde zambas y chacareras, hasta canciones del incipiente “rock
nacional”. Los temas se sucedían, alternando estrofas a medias. Y entonces
alguien lanzaba: “Che, cantate una que sepamos todos” y de repente, se renovaba
la ancestral liturgia de hermanarse en el canto, de ser una sola voz.
Las vueltas de la
vida hicieron que tuviera que radicarme en España. No fue fácil, pero uno se
termina adaptando y las cosas que parecían insustituibles se van fundiendo en
un mar de nostalgia, cuyas olas poco a poco se alejan en el horizonte de lo
cotidiano. En aquellos tiempos, no había videochat ni email. No había internet.
Las cartas eran cartas, en papel y con birome. Y aunque me determiné a no
hablar jamás de “tú” y traté de evitar las muletillas locales, hubo cosas que
tuve que empezar a nombrar de otra manera, si quería ser entendido a la hora de
las compras o frente a una emergencia médica. De cualquier forma, hay
costumbres que no se pierden y cada tanto, me las ingeniaba para armar un
asadito con los nuevos amigos, siempre dispuestos a la jarana y a la buena
comida. Y una vez que el vino había labrado su jubilosa industria, también se
nos daba por cantar, con el auxilio de mi guitarra, compañera en la correría
transoceánica.
Cuando me llegaba
el turno, sacaba a relucir alguna de aquellas canciones de la adolescencia. No
es que no gustaran, pero no las conocían. Y no obstante el acento era distinto,
el reclamo era el mismo: “Oye, canta una que sepamos todos”. En realidad, lo
que los gallegos querían era que cantara tangos. Pero este argentino, tenía
menos tango que la Puna de Atacama. Y en la guitarra era incapaz de acertarle a
un mísero acorde. Así que la cosa, con no poco embarazo, terminaba siendo a
capella. Mi indignación se amplificaba aún más al comprobar que estos hijos
de España se sabían las letras de memoria.
La segunda vez que
quedé en un off side tan evidente, decidí que tenía que
remediar el bache. Afortunadamente encontré un lugar donde vendían unos
casettes que me ayudaron a salvar el honor nacional. Y me enamoré del tango y
sobre todo, de las letras de Enrique Santos Discépolo.
Aprovechando que la
abundancia del lunfardo obligaba a cierta docencia, me había inventado una
historia donde el personaje era siempre el mismo, ese guapo que admite que el
amor de una mujer le abrió un hueco en la bravura (Malevaje) y que canta su
empecinada queja por el dolor de la traición (Canción desesperada); con la
angustia de descubrir que todo es mentira (Yira yira); porque lo que creía amor
no era más que un embuste orquestado por una experta ladrona y su madre
(Chorra); y para peor, viejos amores de antaño hoy andan como un gallo
desplumado (Esta noche me emborracho). Pobre guapo, noble pero desorientado, no
le queda más que buscar refugio en aquel lugar donde aprendió la filosofía de
no pensar más (Cafetín de Buenos Aires); arrullado por el canto de la oruga
triste que quiso ser mariposa (Alma de Bandoneón). Pobre guapo, ahogado por la
certeza de que los inmorales han conseguido triunfar con su reino de
baratijas (Cambalache), mientras lamenta ya no tener corazón para abrazar un
nuevo amor (Uno).
No es inmodestia si
digo que el versito me salía bárbaro. Y los gallegos se ponían como locos. Si
hasta a alguno se le daba por lagrimear. Gente sensible, vino del bueno.
Ya de vuelta al
país, estaba en mi casa paterna subido a una escalera cambiando una lamparita
mientras silbaba un tango. Acertó a pasar por ahí mi abuela, que ya estaba muy
viejita y casi sorda. Detuvo su andar pausado y me preguntó extrañada. - ¿Y
desde cuándo a vos te gustan los tangos? - Desde que viví en España y descubrí
a Discepolín – le respondí con genuino orgullo.
El 27 de marzo de
1901 nacía Enrique Santos Discépolo, uno de los más grandes compositores y
letristas de nuestro tango, con obras que son clásicos en cualquier repertorio
de la música nacional, tales como “Malevaje”; “Canción desesperada”; “Yira
Yira”; “Chorra”; “Esta noche me emborracho”; “Cafetín de Buenos Aires”; “Alma
de bandoneón”; “Cambalache” y “Uno”. También fue actor y autor de
numerosas obras de teatro. Aunque no seamos muy conscientes, todos nos sabemos
una de Discépolo.
© Pablo Martínez
Burkett, 2012
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