miércoles, 15 de febrero de 2012

Padre del aula y aguatero de la pampa







PADRE DEL AULA Y AGUATERO DE LA PAMPA


Hace unos días venía por Florida con la habitual urgencia de una agenda que no admite respiros. Entre llamada y llamada iba rumiando pensamientos casi sin mirar a la gente que, inmersa en sus preocupaciones, reptaba como orugas. De repente, me topé con una procesión por demás de estrafalaria. Todos llevaban una suerte de túnica multicolor. La mayoría eran mujeres y los pocos hombres, muy altos, rubios y de nucas rapadas. Hablaban y reían a las carcajadas. El idioma era áspero y sonaba a alemán o algo así. En el centro marchaba quien presidía semejante carnaval. De lejos parecía una niña de unos 10 años, con la cabeza un poco desmesurada. Un abundante mechón cano le dividía en dos mitades el pelo renegrido y peinado para atrás. Los ojos eran más bien saltones y había en su andar una lánguida torpeza. A medida que me acercaba, comprobé que no era una chica sino una mujer diminuta que abrazaba una escultura, más bien un busto, como los que hay en los colegios o plazas. Imaginé que se lo había comprado a un mantero.

Al llegar frente a mí, la niña-mujer se detuvo y todo el cortejo hizo lo mismo. Con reverencia, me exhibió la cabeza de yeso que, para mi sorpresa, ¡resultó ser Sarmiento! En su lengua indescifrable, se puso a cantar mientras estiraba la manito y con el dedo índice me tocaba la frente. Fue como si me hubiera sacudido un rayo.Admito que es un disparate pero de alguna manera supe que eran las estrofas del himno a Domingo Faustino: “la niñez, tu ilusión y tu contento / la que al darle el saber le diste el alma”. Cada tanto, señalaba al Ilustre Sanjuanino, ponía la mano en paralelo al piso a la altura de un infante en edad escolar y luego señalaba al cielo. Su cohorte me rodeó y también se puso a cantar. En el colmo de la locura, sé que era el final del himno: “¡Gloria y loor! ¡Honra sin par / para el grande entre los grandes, / Padre del aula, Sarmiento inmortal!”. Después se llamaron a silencio y siguieron caminando por la calle, como si nada. Antes de que la perdiera en la multitud, la niña-mujer se dio vuelta y de modo sancionatorio, me volvió a señalar al prócer y luego al cielo. Como de costumbre, la gente que iba y venía no se dio cuenta de nada.

Suspendí todas las reuniones y me hice revisar por un médico. Me quiere internar. Insiste con que tuve una alucinación producto del stress, pero estoy seguro de lo que pasó. Leyenda urbana o no, Sarmiento nunca me cayó muy simpático por aquello de regalar la Patagonia o regar la pampa con sangre de los gauchos. Luego de este acto de admiración extraterrestre, prometo releer “Civilización y barbarie”.

El 15 de febrero de 1811 nacía Domingo Faustino Sarmiento, presidente de la República, escritor, militar, docente y tenaz defensor de la educación pública y el progreso de las ciencias, el arte y la cultura. Sin embargo, en muchos otros aspectos, tuvo una posición ciertamente polémica

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© Pablo Martínez Burkett, 2012

martes, 14 de febrero de 2012

Ella es tan linda





ELLA ES TAN LINDA


Ya sé, me vas a recordar el batifondo que armé esta Navidad porque no me banco más los renos y la nieve falsa en los shoppings. Ya sé, me vas a enrostrar que con cada Halloween me pongo a protestar como un energúmeno porque quiero que se celebre el Día de la Tradición con paisanitos y chinitas pidiendo pastelitos y tortitas a los vecinos. Y ya sé, me vas a señalar mi última obsesión sobre que en breve también vamos a celebrar el “Día de Acción de Gracias” disfrazados cual muñequitos de Quaker. Tenés razón. Podés decir que terminé transando con el sistema. Que me vendí a los gringos. Que soy otra marioneta del consumismo apátrida. ¿Pero vos la viste? ¿La viste bien?


¡Ella es tan linda! Cuando sonríe, se le hace un hoyito en la mejilla y me mata. Y es tan compañera, tan gamba. Nos gustan los mismos libros, las mismas pelis. Si hasta estuvimos en los mismos festivales de cine, cada cual en la suya, pero en los mismos. Es como que el destino venía porfiando con juntarnos. Eso sí, con la música mucho no coincidimos. Me dice que no entiende cómo puedo estar todo el día con los Redondos. Insiste en hacerme escuchar sus cantantes melódicos. Antes de la nausea, me escapo como puedo, pero me sonríe y soy capaz de hasta sacarle los tonos en la guitarra.


Ya me dijo que me quiere recortar un poco el pelo y la barba, que es un crimen que mis ojos verdes no se vean. ¡Qué sé yo! Uno se ha pasado una vida edificando un sólido prontuario y de repente, me pasa esto. Será que en el fondo, quizás, no haya sido otra cosa que un sentimental esperando encontrar la bahía donde pacificar mis tempestades. Pero de algo estoy seguro, ese puerto es ella. Tendrás que reconocer que Cupido no siempre ha tenido buena puntería conmigo. Por eso voy con todos estos peluchitos infames, una caja de bombones y una botella de champán. Espero que lo entiendas, hermano. No me vendí. Ella es justo una de las que celebra todas las fiestas yanquis. Y me viene laburando desde hace mes con: “¿y qué vamos a hacer para San Valentín?”. Es cierto, parece un poquito contradictorio. Ya no me importa. He hallado la palabra que encierra todos los significados. Sí, claro. Es su nombre.


El Día de San Valentín es una celebración tradicional de los países anglosajones que, sin embargo, se ha instalado fuertemente en el resto del mundo. Se celebra en recuerdo de un sacerdote cristiano de la Antigua Roma que desafió un decreto del Emperador. El decreto prohibía el matrimonio entre las jóvenes parejas porque, para la maquinaria bélica del Imperio, los soldados solteros eran más osados. Valentín decidió que era injusto y siguió casando gente. Por eso fue torturado y ejecutado el 14 de febrero del año 270.


© Pablo Martínez Burkett, 2012

miércoles, 8 de febrero de 2012

Hay otro mundo ahí dentro






HAY OTRO MUNDO AHÍ ADENTRO



Imaginemos a un chico de unos diez años, despatarrado en un sillón, un libro en las manos y los ojitos como destellos, renglón por renglón, página por página. Aunque está rodeado por la biblioteca de su padre y los queridos objetos, en realidad, no está allí. No debe engañarnos que cada tanto haga alguna anotación en un cuaderno o que se pare para revisar el inmenso globo terráqueo. No está allí. Ya se escucharon un par de: “¡A comer!” que no han podido quebrar el encantamiento que lo mantiene atrapado en un mundo fabulosamente oculto en el vientre del planeta.

El libro que está leyendo cuenta que Otto Lindenbrock, un profesor alemán y su sobrino Axel viajan hasta Islandia. Junto con Hans, el guía; se introducen en el cráter de un volcán con el deseo de alcanzar el centro mismo de la Tierra. No están locos, sino que siguen las indicaciones precisas de un mapa de la Edad Media, confeccionado por un sabio alquimista en el antiguo idioma de los vikingos. A medida que descienden, atraviesan galerías asfixiantes; bóvedas increíbles; un bosque de hongos enormes; un océano de playas sulfurosas; monstruos marinos que luchan entre sí y hasta se topan con un hombre, más bien un gigante, oficiando de pastor de un rebaño de animales prehistóricos. Jornada tras jornada se suceden las maravillas y los peligros. No pocas veces están a punto de morir. Sofocados por el calor, construyen una balsa y finalmente, tras una dosis de dinamita, una corriente los arrastra por surtidores de agua hirviendo, hasta emerger por la boca de otro volcán. Sí, otro volcán. Entraron por un volcán casi en el Polo Norte y salieron por un volcán en medio del mar Mediterráneo: ¡a 6.000 km de distancia!

El chico sonríe feliz, porque la historia confirma una de sus más íntimas sospechas: hay otros mundos por explorar más allá de la Madre Rusia. Ávido de emociones, quiere nuevos libros del mismo autor. Así puede leer “De la Tierra a la Luna”. Ese chico aún no se lo imagina, pero será el primer hombre en viajar al espacio. Se llama Yuri Gagarin y ya cubierto fama dirá: “fue por Julio Verne que me decidí a ser astronauta”.


El 8 de febrero de 1828, nacía Julio Verne, uno de los más grandes escritores de novelas de aventuras y uno de los padres de la ciencia ficción. En sus obras supo anticipar muchos de los prodigios tecnológicos del siglo XX, como los cohetes espaciales; el submarino; internet; los helicópteros y los ascensores.



© Pablo Martínez Burkett, 2012

martes, 7 de febrero de 2012

Siempre habrá lugar para la esperanza






SIEMPRE HABRÁ LUGAR PARA LA ESPERANZA

Pedrito fue criado por su hermana y su cuñado, porque a poco de nacer, sus padres murieron arrollados por un tren. Pedrito odiaba que le dijeran así. En una novelita de cowboys leyó que uno de los bandidos se llamaba “Pete, el relámpago”; y vaya a saber cómo, supo que era un apodo de su nombre en inglés. Le gustó tanto que se autobautizó Pit. Los muchachones de la esquina no entendían de traducciones y enseguida se pusieron a cargarlo. Autenticar el sobrenombre le costó un ojo en compota y un par de dientes rotos.

Pero aunque Pedrito se vendía como el más reo de Claypole, sufría malamente la ausencia de sus padres. Cuando la soledad lo mordía sin piedad, se refugiaba en el desarmadero de su cuñado y hacía bocetos de los coches destrozados. Tenía un don innato para la pintura y de esa forma, intentaba conjurar la desgracia que lo había dejado huérfano.
Un día se pegó un susto tremendo cuando un vagabundo que dormía en los autos, emergió inesperadamente. El desconocido lo persuadió, lo amenazó, lo conmovió, rogándole por alimento y unos remedios. El muchacho le consiguió ropa, comida y unos cuantos antidepresivos que le robó a su hermana. Todas las tardes después de la escuela, pasaba a verlo. Pero no transcurrió ni una semana que la policía se llevó al extraño habitante, que mantenía unas cuantas deudas con la justicia.

Tiempo después, Pit fue enviado a tomar clases particulares con la señorita Trevisán, una maestra avinagrada por un plantón en el altar que fue el chisme más transitado durante añares. En esa casa, conoció a Estela, un ángel, una quimera, una niña bien que vivía en el barrio inglés. Pit se enamoró perdidamente y padeció como sólo un adolescente puede hacerlo, porque la chica se burlaba de él por su falta de modales y por estar destinado a un futuro totalmente inadecuado para una dama de su clase. A Pit lo empezó a roer la esperanza de alcanzar una posición y conquistar el corazón de su musa.

El tedio de las lecciones sólo era soportable por la presencia de Estelita. Los días se convirtieron en semanas y las semanas, en meses. Y llegó el momento en que la señorita Trevisán resolvió que ya era hora de que el muchacho aprendiera un oficio. En el taller mecánico de su cuñado, Pit se fue haciendo hombre. El futuro tan temido exhibía sus peores garras y aunque seguía soñando, el mameluco lleno de grasa lo devolvía a la realidad. Las jornadas se sucedían sin color hasta que cierta mañana se hizo presente un abogado, el Dr. Micks, con el fin de hacerle saber que un benefactor secreto le había dejado una considerable suma para pagarle la universidad. Se concertó que fuera a estudiar a Buenos Aires. Su hermana y su cuñado deseaban que cursara abogacía o arquitectura. Pero en contra de este deseo, Pit eligió Bellas Artes y se mudó a la ciudad para evitar los aborrecibles viajes en tren.

El talento del joven le abrió las puertas de la alta sociedad, no obstante su corazón se había quedado en el Sur. O en todo caso, en el recuerdo de Estelita. Pero por nada del mundo iba a regresar a donde había sido tan miserable. Sin embargo, cuando murió su hermana, Pit volvió. Las cosas en la provincia transcurren mucho más lentamente y todo seguía como entonces. Bueno, no todo. Estelita se había convertido en una mujer. El ángel de sus sueños era ahora el demonio de su vigilia. Quizás no fue la mejor ocasión, pero le declaró su amor. Ni hizo falta que ella lo rechazara, bastó con que le notificara que estaba comprometida con otro. La tristeza no podía ser mayor.

O sí, porque una noche, se apareció aquel vagabundo de la niñez, para revelarle que era su benefactor. Le dijo que sin su ayuda, se hubiera dejado morir de frío en vez de forjar un sólido prontuario. Pit no se recuperaba del asombro y del asco al descubrir de dónde provenían los fondos que pagaban su educación, cuando su mecenas le reclamó nuevamente ayuda para escapar de la mafia china. El muchacho intentó facilitarle la huída, pero el asunto terminó de muy mala manera y se enfermó al sentirse extranjero en su propia existencia. Creyó que viajando lograría cauterizar la pena.

Y así fue que en Nueva York halló cobijo por más de una década. A pesar de que exposiciones y galerías se disputaban sus cuadros y no era infrecuente verlo en la tapa de las revistas, la patria tiraba y finalmente decidió volver. Quiso visitar su barrio, en el que ahora sí el paso del tiempo había desplegado su desleal industria. Lleno de añoranzas, se costeó hasta la casa de la señorita Trevisán. Imprevistamente, encontró allí a Estela. Se pusieron al día o casi. La chica le contó que su matrimonio fue el peor de los fracasos. También le dijo lo mucho que pensaba en él, ahora que su corazón estaba libre de obligaciones. Pit comprendió que algo había cambiado en el carácter altivo y cínico de su sueño hecho mujer y una vez más, le confesó sus sentimientos. Mientras abandonaban juntos la casa en ruinas, Pit renovó aquella vieja esperanza de que nada los volviera a separar.



Hace 200 años, el 7 de febrero de 1812, nacía Charles Dickens uno de los más grandes escritores de la literatura universal, autor de obras tales como “Oliver Twist”, “David Copperfield”, “Un cuento de Navidad”, “Historia de dos ciudades” y “Grandes esperanzas”. En sus novelas, Dickens fue un maestro en disponer una minuciosa trama, mezclada con una descripción de las tensiones sociales en la época victoriana y una pizca de notas autobiográficas.



© Pablo Martínez Burkett, 2012

viernes, 3 de febrero de 2012

Nobleza obliga






NOBLEZA OBLIGA






Hoy me hice un análisis de sangre. No miré cuando me clavaron la aguja pero abrí un ojo cuando empezaron la extracción. Es tan roja como la del vecino. Me parece que mi abuela nos engañó toda la vida con eso de que éramos de sangre azul. Sin embargo, a mí me gusta decir seguido “Nobleza obliga”.


Será porque de chico me atoraba con las películas de “Sábados de Cines y Series” y después jugaba a que era “Scaramouche” o sir Lancelot, o algún otro valiente caballero que, espada en mano, salía a defender el honor de una dama o a proteger a los humildes.


O será por el tango “Nobleza obliga” que silbaba mi viejo, mientras le ajustaba la cadena a la bici para irse a laburar: “Yo no sirvo pal ambiente / del que baila por dinero / Yo he nacido milonguero / y no vendo la emoción / de sentir un tango reo / caminando en el salón”.


O será, sin darle tanta vuelta, porque uno nació así, con la obligación de saber comportarse, educar con el ejemplo, siempre listo para dar una mano al que lo necesita, ayudar a las mujeres, proteger a los más chicos, asistir a los que menos tienen. Uno nació con la responsabilidad de ser consistente con una ética del trabajo, del esfuerzo. Uno nació así, celebrando la amistad por encima de todas las cosas y la familia, como el más sagrado refugio. Porque nobleza obliga.


Sí, ya sé, hoy en día son valores que huelen a naftalina. La patrona me dice que así no voy a llegar a ninguna parte. Que es como entrar a jugar un partido donde todos los demás hacen trampas y uno, como un gil, sigue respetando las reglas. Tiene razón. Pero no me van a doblar. No me importa perder 7 a 1 si a cambio puedo hacer una gauchada, que es nuestra forma de decir obrar con nobleza criolla.


Y sé que no soy el único, sino que formo parte de esa gran mayoría silenciosa, que cultiva el honor, la piedad, el respeto, la hidalguía. Lo que pasa es que los otros, los otros, tienen mejor prensa. Algún día volveremos a estar de moda. Déjeme soñar. Anímese a soñar. Porque nobleza obliga.



© Pablo Martínez Burkett, 2012